LOCOMOTROVA nació como un colectivo de canción de autor o canción poética, en 2002. Pronto sumó a sus voces fundadoras otras, desde diferentes expresiones artísticas. Ha montado acciones de arte en varios escenarios del Ecuador, recitales de canción, de poesía y experimentos poético-musicales. Sus miembros han dado a luz libros, discos y otros productos como registros de sus respectivos proyectos y del grupo.

miércoles, 1 de noviembre de 2006

Crónicas, cuentos y relatos

ESCAPE

El índice apretó el gatillo por culpa de un sobresalto fugaz, un espasmo que le provocó el escándalo de su sangre y el latido aquél, tan fuerte que era como si todas las venas se hubieran inflamado de golpe. La bocina del teléfono quedó colgada del espiralado cable. El revólver cayó sobre el piso de madera y rodó dando vueltas hasta quedar humeante debajo del sofá.

Se echó a correr por el pasillo del piso siete y detrás de sí dejó las puertas abiertas bamboleándose y cantando el quejido del óxido. Con el mismo índice de su mano temblorosa apretó el botón para llamar al ascensor. La espera se prolongó por un minuto sin segundos ni tic tac y las lucecitas numeradas que le separaban de esa cabina de metal se volvieron caprichosas y crueles. Durante esa eternidad se le heló el cogote y se le amortiguaron los brazos. No era ya posible controlar ningún movimiento, ninguno de sus miembros respondía las órdenes caóticas de su cerebro. Nadie salió de los apartamentos vecinos.

Apretó con insistencia el botón como si así pudiera lograr que el ascensor llegara más pronto. El chillido de la última puerta que dejó abierta permanecía en el ambiente, vivo, irónico. La tercera luz se encendió con pereza y se apagó con esa misma pereza. La cuarta se apuró y atropelló a la quinta, le hizo parpadear y ya sus dedos casi paralizados no eran capaces de oprimir el pequeño círculo con precisión. Esperaba que nadie estuviera dentro cuando se abrieran las puertas gemelas. Sabía que su apariencia podría exaltar a cualquiera, no cabría duda de que fue él el responsable del disparo; sentía que sus labios estaban vencidos por la gravedad y que sus ojos abiertos se clavarían incisivos en cualquiera que lo mirara, y eso lo delataría, sin dudas. La sexta luz pareció comprender su desesperación y se apagó enseguida.

Se iluminó la séptima. Las puertas descargaron un ruido de chatarra que lo ensordeció. Se movieron y sin que terminaran de abrirse, escurrió sus pies y éstos remolcaron el resto de su cuerpo hacia adentro del elevador. El corpulento forense, en primer plano, salió con prisa. Él evitó mirar a los ojos del oficial y se arrinconó en una esquina de la celda que por fin lo llevaría al subsuelo, y mientras las portezuelas se cerraban, dejándolo solo dentro de ese sarcófago, vio cómo se alejaban también su mujer y su madre sin reconocerlo ni percatarse de su verdadera huida.
EL ATRAPASUEÑOS DE SAN FRANCISCO

La pequeña Anahí desmenuza entre sus manos las galletitas que le da su abuela, y arroja las migas a su alrededor para atraer a las palomas de la Plaza de San Francisco. A sus tres años, ese era el sueño de su vida.

Hay una paloma blanca que no se aparta de los pies de la abuela. Un perro callejero no espanta a la bandada, lame los restos de migas que quedan sobre el empedrado. Un niño sí las espanta, las corretea absorto por su bullicioso aleteo; hay fotógrafos, vivanderas, mendigos... Fotógrafos. Hay escenas esperando ser detenidas por las cajas oscuras que portan aquellos raptores de momentos.

Juan Lucero Gutiérrez es uno de ellos desde hace más de medio siglo. Hace siete años trabaja en el atrio de Cantuña. Nació en 1943, en Mulalillo, una de las parroquias más pobres de la provincia de Cotopaxi, y desde 1950 recorrió el país con una cámara entre sus manos. Prefiere las escenas en la Plaza de Santo Domingo o entre el vuelo de los cientos de palomas que pueblan el atrio. "A veces también me llaman los vecinos para hacerles fotos de un asalto o de un robo de un carro", confiesa.

Donde más tiempo estuvo Lucero fue en Esmeraldas: siete años, hasta que decidió trasladarse a la capital y quedarse. De su abarrotada billetera extrae un documento de reciente emisión que lo acredita como el socio 392 del Círculo de Fotógrafos del Ecuador. "Tuve que inscribirme al apuro y por eso salí en la foto sin corbata...", bromea.

Ataviado con una chaqueta del color de los tejados, y envuelto por las correas de sus dos Polaroid instantáneas, se da modos para sacar de un bolsillo un pequeño álbum con sus más preciados tesoros. Esas imágenes resumen algo así como su hoja de vida: figuras religiosas, niños ahuyentando palomas, postales coloniales, un policía metropolitano posando, con la iglesia de San Francisco como fondo... Sabe con certeza cuál de sus cámaras fotografió cada estampa.

Evoca, aunque no se da tiempo para la nostalgia. Está por cumplir 63 años, pero en su cédula de identidad aparece como si hubiera nacido en 1940. "La conseguí para que me crean que soy de la tercera edad cuando voy a los bancos, no ve que como soy solterito estoy bien conservado, parezco más joven", se justifica y ríe a carcajadas, con picardía de quiteño.

Sus manos ya tiemblan. Pero el retrato que obtiene de Anahí no muestra el más mínimo movimiento. Por un dólar y medio, ella y su sueño quedan para siempre en ese instante invisible que solo la cámara puede atrapar, entre la magia de sus párpados.


OJOS

Todas las mujeres se acuestan con el viento y se dejan tocar las entrañas. Todas tienen en su piel los secretos del mundo ordenados con la lógica que utiliza el bosque para organizar a sus seres y a sus sentires. La piel de la mujer es un eterno pergamino de confidencias indescifrables escritas en todos los idiomas de los hombres, usan todas las palabras calladas para escribir sus temores y después se desnudan detrás de un biombo hecho de escalofríos. Cuando están completamente desnudas tiritan con esas palabras y se creen estrellas, giran como si fuesen molinos y saltan de una a otra aspa, con el cabello recogido y amontonado dentro de la boca. Así se deciden a besar las bocas de los hombres, les provocan saciedad o hastío, les dibujan labios en los labios con las hojas cortopunzantes de sus melenas, y cuando el montón de pelo está lo suficientemente mojado, lo escupen y empiezan a reír a carcajadas al ver la sangre de las bocas de los hombres deshilachada sobre sus senos. Se visten con palabras dichas y salen de detrás del biombo de escalofríos para fingirse invulnerables. Tienen tantos secretos en sus sexos húmedos que los balbucean mientras sollozan y despliegan culpas a diestra y siniestra. Están también llenas de hastío de guardar tantos misterios. Entonces, buscan pañuelos, peines y brazaletes para disfrazar sus responsabilidades gratuitas y se embellecen hasta enterrar en sus ojos la beldad de sus sueños de niñas.

Los ojos de las mujeres nacieron tan sabios que tienen de su lado a la indiferencia y al deseo, y con ellos juegan sobre cualquier tablero que no se muestre carnal y sensible. Con las pestañas mueven las fichas por los casilleros deformes del dolor, aun seguros de la victoria. Los ojos con pupilas velan por la indiferencia. Los ojos con areolas clavan miradas que no aprendieron jamás a parpadear.


LA CUERDA DE ARENA


Comprendió que el empeño de moldear
la materia incoherente y vertiginosa de que
se componen los sueños es el más arduo
que puede acometer un varón,
aunque penetre todos los enigmas
del orden superior e inferior:
mucho más arduo que tejer una cuerda de arena
o que amonedar el viento sin cara.
(Jorge Luis Borges. Las Ruinas Circulares)

Tejer una cuerda de arena no es el empeño más arduo que puede acometer un varón. Pero tampoco puede ser más alcanzable que moldear la materia de la cual se componen los sueños. Soñar a un hombre es crearlo, recrearlo, parirlo, vivirlo y matarlo en la inmanencia del teatro onírico. Tejer una cuerda de arena es una tarea que compromete tanto al sueño como a la vigilia.

Para empezar a tejer una cuerda de arena es necesario deshilachar las hebras que serán usadas, y, como las dunas de los desiertos no son lo mismo que las playas, y las playas de mar no son iguales a las playas de río, hay que saber elegir de qué tipo de arena se extraerá el hilo que se usará para formar las fibras apropiadas.

La única manera de tomar una decisión es harto compleja (he aquí lo arduo de tejer una cuerda de arena). Se debe andar la arena seleccionada y dejar las huellas de los pasos andados sin mirar atrás. Tan solo andar la arena y no medir la distancia que queda entre cada paso. Si se ha elegido la arena de un desierto, la caminata debe ser durante el sueño, lo cual permitirá contrarrestar el calor y el viento sin cara. Debe dejarse en completa libertad a la imaginación para que aviente a su antojo las alucinaciones que se produzcan, se la debe dejar andar de la mano de los hologramas que aparecerán y jugar con los fantasmas del desierto, con sus reptiles y sus doncellas.

Si se trata de una playa, habrá que recorrerla hasta que en el camino se interponga un gran acantilado, un peñasco o cualquier otro obstáculo innegablemente infranqueable. Esto sucederá únicamente en el plano consciente, en la vigilia. Existe la posibilidad de que la interrupción del recorrido la produzcan seres imaginados durante momentos previos de sueño, criaturas que (está de más decirlo) serán absolutamente reales, tangibles y capaces de hacer daño, aun cuando estas hayan sido soñadas y muertas dentro de la ilusión del sueño; serán la quintaesencia tangible de los sueños acumulados desde el instante de la concepción. Si esto ocurriera, jamás se deberá mirar atrás, suele ser esta una reacción inmediata, producto del primer instinto, pero es imprescindible controlar ese impulso y mirar a los ojos del engendro, por abominable que fuera. Permanecer quieto donde se dio el último paso, mirar a los ojos a la bestia y tararear una canción popular, de preferencia infantil. De lo contrario, el hilo en formación se enredará en ese lugar y será imposible desatar tal nudo.

Al cabo de este recorrido de ida, y solo entonces, habrá que volver la mirada y emprender el regreso pisando entre cada huella dejada. Si el esfuerzo es mínimo en los primeros pasos de este retorno, seguro la labor será al final exitosa y habrá sido adecuada la selección de aquella arena. Se andará la arena sobre los pasos de ida, sin tocarlos, hasta cuando por el transcurso del tiempo las primeras huellas hayan desaparecido. Cada puntada de las hebras se hilvanará con las huellas mirándose de frente. Esta unión no puede destruirse con la marea de los mares ni con los vientos sin cara de los desiertos.

Muchos artesanos constructores de cuerdas de arena han consagrado sus obras en objetos eternos, en seres sublimes o en historias que permanecen vivas en la memoria colectiva de los hombres por generaciones. Porque al cabo del trabajo, mirando de nuevo hacia atrás, se podrá recoger la cuerda formada e imaginar lo que le hiciera falta: colores, movimiento, voz, estrellas, luz, palabras o melodías, nombres...

De cuerdas de arena son el arcoiris, los colibríes, la oda al vino, la marimba y los haikus. También las hamacas, las cascadas, las lágrimas por placer y todos los saudades. Macondo, Las Mil y una Noches y el humo de tabaco negro. El gran ombligo de las guitarras lleva siempre como adorno una pequeña cuerda de arena. Hay quienes aseguran que la sensación que provocan los susurros al oído son de las más perfectas cuerdas de arena que se han tejido, igual que el aroma de las madres y los infinitos perfumes del amor carnal. Recuerdo que la primera cuerda de arena que hice en mi vida de hombre, cuando aprendí a tomar rayos de luna, fue la trenza de una mujer que soñé.


ESCAPE

El índice apretó el gatillo por culpa de un sobresalto fugaz, un espasmo que le provocó el escándalo de su sangre y el latido aquél, tan fuerte que era como si todas las venas se hubieran inflamado de golpe. La bocina del teléfono quedó colgada del espiralado cable. El revólver cayó sobre el piso de madera y rodó dando vueltas hasta quedar humeante debajo del sofá.

Se echó a correr por el pasillo del piso siete y detrás de sí dejó las puertas abiertas bamboleándose y cantando el quejido del óxido. Con el mismo índice de su mano temblorosa apretó el botón para llamar al ascensor. La espera se prolongó por un minuto sin segundos ni tic tac y las lucecitas numeradas que le separaban de esa cabina de metal se volvieron caprichosas y crueles. Durante esa eternidad se le heló el cogote y se le amortiguaron los brazos. No era ya posible controlar ningún movimiento, ninguno de sus miembros respondía las órdenes caóticas de su cerebro. Nadie salió de los apartamentos vecinos.

Apretó con insistencia el botón como si así pudiera lograr que el ascensor llegara más pronto. El chillido de la última puerta que dejó abierta permanecía en el ambiente, vivo, irónico. La tercera luz se encendió con pereza y se apagó con esa misma pereza. La cuarta se apuró y atropelló a la quinta, le hizo parpadear y ya sus dedos casi paralizados no eran capaces de oprimir el pequeño círculo con precisión. Esperaba que nadie estuviera dentro cuando se abrieran las puertas gemelas. Sabía que su apariencia podría exaltar a cualquiera, no cabría duda de que fue él el responsable del disparo; sentía que sus labios estaban vencidos por la gravedad y que sus ojos abiertos se clavarían incisivos en cualquiera que lo mirara, y eso lo delataría, sin dudas. La sexta luz pareció comprender su desesperación y se apagó enseguida.

Se iluminó la séptima. Las puertas descargaron un ruido de chatarra que lo ensordeció. Se movieron y sin que terminaran de abrirse, escurrió sus pies y éstos remolcaron el resto de su cuerpo hacia adentro del elevador. El corpulento forense, en primer plano, salió con prisa. Él evitó mirar a los ojos del oficial y se arrinconó en una esquina de la celda que por fin lo llevaría al subsuelo, y mientras las portezuelas se cerraban, dejándolo solo dentro de ese sarcófago, vio cómo se alejaban también su mujer y su madre sin reconocerlo ni percatarse de su verdadera huida.


CLAROSCURO

Digamos que se llama Luz, que nació con su primer éxtasis y que murió en la lozanía de cuando yo la conocí. Antes de que los dos naciéramos, uno dentro del otro y ciegos.


FOTOMANÍA 1

Yo la veía con vehemencia, emocionado y con nudos atrapados en la garganta, casi con dolor; desde el lado izquierdo de la cama se acostaba a lo largo del espacio procurando no estropear ni el más imperceptible pliegue del cubrecama, dejando a su paso todas las cosas impregnadas con sus incontables cabellos claros, finísimos. Cuando recorría silenciosamente las figuras de arcilla y madera que reposan como adornos sobre los veladores, sin tocarlas, sin cambiarlas de posición, parecía moverlas un poco en roces eróticos; pero no, era solo la travesura de su beldad la que hacía ilusiones en mi mente.

Sin esfuerzos alcanzaba a abrazar todas las paredes, todas las esquinas, las grietas alrededor de los clavos de los que colgaban tres cuadros, los tablones del piso, las partículas de polvo de todos los muebles, las cortinas y el pequeño sofá; era encantadora. Si abría las puertas del armario, enseguida estaba adentro abrazando mis pantalones y mis camisas, si levantaba las sábanas para abrigarme, ella se deslizaba de inmediato hasta coquetear con mis muslos, con mi espalda descubierta o con mi pecho; insinuaba sensual que entraba en mis zapatos y en el aljibe de mi guitarra, en mis cajones abiertos a medias; en todos los libros que acariciaba quería esconderse, y también debajo de la cama, donde le gustaba jugar con mis ropas olvidadas, a discreción, disimulando su miedo a la oscuridad.

Cuando mi júbilo estuvo a punto de desvanecerme la sangre en temblores y escalofríos, me levanté para oprimir el interruptor.



FOTOMANÍA 2


Andan por ahí revoloteando a pesar del tiempo, del ruido, de la basura y de los movimientos telúricos. Bueno, no todos andan; podría asegurarles que aquello que con más precisión define su mecanismo de locomoción es el vuelo, aunque no tienen alas y nunca pisan tierra firme, cualidad que justificaría, comparativamente, dicho privilegio natural.

Han sido confundidos con objetos galácticos no identificados en el planeta, por su deslumbrante apariencia plateada. Han asegurado los escépticos que son una variedad de mosquitos que, por la composición de sus alas (hasta el momento inexplicable desde los postulados de la razón científica), reflejan la luz solar y la acumulan, de modo que cuando oscurece siguen brillando igual.

Muchos han fingido no verlos y han intentado explicarlos en la intimidad de sus soliloquios arguyendo que son producto de deficiencias visuales de los supuestos observadores, escasos por cierto; mientras que los más ancianos, sobre todo las mujeres adultas que han reconocido divisarlos, se han convencido de que no son otra cosa que las almitas vagabundas de los niños que han muerto.

En fin. Otra de las posiciones al respecto tiene que ver con la posibilidad de que no todos gozamos de la facultad sensorial necesaria para advertir su multitudinaria presencia en los claros del cielo o debajo de las nubes que anuncian tempestades.

Lo cierto es que, a pesar del elevado nivel de polémica suscitado alrededor del tema, ya se han registrado de manera extraoficial ciertos avistamientos que describen con singular precisión su comportamiento: casi siempre huyendo de las miradas perdidas de los hombres que divagan en busca de recuerdos o imaginando historias sobre seres fantásticos a quienes poder bautizar.


FOTOMANÍA 3

En el lenguaje de los lugareños son llamados cuchuflitos. Así, con diminutivo incorporado, como es costumbre llamar a los seres vivos o muertos que se juntan en numerosos grupos de semejantes, o a los seres adorables y vulnerables, lo cual en la mayoría de los casos significa lo mismo.

En el mundo de los científicos fueron bautizados con esos impersonales vocablos que suenan a medicamentos para domesticar a la depresión y que no vale la pena citar.

Recuerdo que un día de implacable verano, del cielo cayeron cientos de cuchuflitos cerca del estanque de la casa de campo de la abuela. Cuando el abuelo escuchó el silbido que produjo la múltiple precipitación, tomó su cámara fotográfica y corrió entre los sembradíos hacia la llanura donde, gracias a su instinto, sabía que habían descendido.

Aquella fue la quinta y última ocasión en la que el abuelo fue testigo de una caída de cuchuflitos cerca de su casa. Todas las veces anteriores intentó descubrir el lugar de la caída y nunca lo logró. Recorría kilómetros enteros en busca de los rastros de los cuchuflitos destrozados, intentaba seguir huellas de luces en los suelos y terminaba confundiendo los pedazos de latas y chatarras con pieles luminosas de cuchuflitos salpicados a lo largo de todo el terreno.

Había corrido el rumor de que cuando quedaban regadas las partes refulgentes de cuchuflitos en el campo, las tierras secas, con el paso del tiempo, reverdecían, las plantas frutales y los árboles se tornaban frondosos y cada fruto que fuera probado por un niño le servía de cura para lo que fuera. Hasta para el espanto, que es un mal muy común entre campesinos como mis abuelos. También decían que los relojes de las casas cercanas al lugar donde se estrellaban los cuchuflitos enloquecían para siempre luego del accidente.

Esta vez fue distinto. La cámara estaba lista años atrás, en espera del momento preciso. La abuela se había deshecho de todos los relojes de pared y de todos los que tuvieran manecillas para evitar perder la noción del tiempo cuando sucediera el hecho que esperaban todos en la aldea.

Llegado el momento, ella se apoyó debajo del umbral de la puerta y aguardó con sus dos manos juntas debajo del lado izquierdo de su rostro suave. Había sentido que el instante se aproximaba muy rápido pero estaba lista para enfrentarlo.

Al cabo de unos minutos, cuando había perdido de vista al abuelo, levantó su mirada hacia el cielo y prefirió seguir con sus ojos de miel el rumbo de los cuchuflitos que quedaban en el azul, consciente de que eso es imposible, pero segura de que así sería más llevadera la espera. Y lo fue. Desde que espera están en todos los rincones de la casa. Muchos de ellos bajaron para posarse en el cristal de la ventana que tiene la cocina. Se deslizan de abajo hacia arriba durante toda la mañana cuando hay sol.

Otros están extendidos en el piso de la sala, debajo de las alfombras y de las cinco mesitas de madera; se alimentan del viento que la abuela deja entrar cuando se despierta y abre la puerta principal. Hay unos que no pueden comer viento porque si lo hicieran se inflarían hasta no dejar espacio a los que no aprendieron a andar y solo vuelan. Algunos, más inquietos, se mezclan con el agua y saltan hacia todos los rincones de la casa fingiendo el movimiento de las manecillas de los relojes que ya no existen. Luego se elevan y vuelven a su estado natural en el cielo.

Cuando están allá arriba encienden sus flashes para fotografiar a mi abuela que posa y espera... después vuelven para acompañarla y mostrarle las imágenes en el papel amarillento que ponen en sus ojos.

(dcb)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dieguito:
Solo quería decirte cuánto me gusta lo que escribes, la frescura y la fuerza interna de tus relatos. La brevedad, que manejas con maestría. No dejes nunca de escribir porque lo haces muy bien.
Abrazos,
Lucre

Anónimo dijo...

INSISTO:
Necesito un username. Mándamelo a mi correo, porfas. No me acepta sin eso.
Lucre